Akwanusagana

ESJATOLOGÍAS DE LOS AZTECAS febrero 9, 2012

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Estatua de Mictlantecuhtli en el museo del Templo Mayor en México.

Estatua de Mictlantecuhtli en el museo del Templo Mayor en México.

Primero debemos decir que para los mexicas la muerte no era propiamente la destrucción de esta vida y el inicio de la verdadera, sino que por el contrario formaba parte de ese equilibrio cósmico y suponía una transformación. Realmente la muerte se concebía como la desintegración y el transporte de las entidades anímicas que se encontraban alojadas en el interior del cuerpo, el cual, evidentemente, también sufría una destrucción, en este caso en la sangre y los tejidos. El teyolía era el alma que residía en el corazón y estaba destinada a viajar al mundo del “premio y castigo”, y la forma de fallecer determinaba el lugar final al que se iba y la forma de enterramiento. Las geografías funerarias, es decir, los lugares a donde iban a residir las almas de los muertos, no estaban determinadas por las características de las vidas, tal como se concibe en el mundo cristiano, sino por la circunstancia en la que se moría. De esta manera, una entidad anímica alojada en el corazón viajaba ya fuera al mundo de los muertos, al cielo del sol o al universo de Tláloc.

Al lugar de los muertos, el Mictlan, llegaban aquellos que perecían por muerte natural. Al sol accedían principalmente los guerreros que morían en el campo de batalla, para servir al astro rey por cuatro años. Esto incluía a un tipo de personajes llamados Cihuateto, mujeres que murieron durante el primer parto y se transformaron en mujeres semidescarnadas que salían por las noches buscando a sus hijos, un antecedente de la famosa Llorona de tiempos coloniales. Supuestamente, su lucha durante el parto era equiparada por los mexica a un campo de batalla, por tanto eran como las mujeres guerreras que ascendían al Sol y se transformaban en este tipo de seres mitológicos.

A los dominios del señor de la lluvia, el Tlaolcan, arribaban todos aquellos que morían por alguna causa acuática o vinculada a ella. En este caso podría tratarse de ahogados, de muertos por un rayo, de leprosos o de hidrópicos.

Existía un último lugar, una especie de limbo al que accedían aquellos niños que morían prácticamente recién nacidos. Era el Chichihualcuauhco, representado por un gran árbol que alimentaba a estos pequeños antes de que les tocara una segunda oportunidad para vivir.

Algunos investigadores sugieren que el alma de los tlatoque estaba fraccionada, ya que una parte de ella podía ascender al Sol como guerrero y otra se dirigía, después de cuatro años, hacia el Mictlan, bajando por los nueve pisos del inframundo, sorteando todo tipo de problemas, entre ellos un viento tan fuerte que cortaría como navajas de obsidiana, y un río en cuyo cruce le acompañaría un perro, que le ayudaría como guía. A este camino para acceder al inframundo se le describe como un lugar muy ancho, oscurísimo, que no tiene luz ni ventanas.

La variedad de dioses de la muerte es amplia. Destacan Acolnahuacatl, Acolmiztli, Chalmécatl, Yoaltecuhtli, Chalmecacíhuatl, pero ninguno como el amo y señor de los muertos antes descrito y del cual tenemos una reciente y especial referencia arqueológica, Mictlantecuhtli, también conocido como Nextepehua.

En muchas ocasiones se narra que los mexicas sufrían varias apariciones durante sus viajes a la siembra o a sus casas, como ver de pronto un fantasma gigante o bien una enana llamada Cuitlapanton.

Las prácticas funerarias mexicas se llevaban a cabo en las dos escalas básicas de la sociedad. Por un lado, los macehualtin tenían la costumbre de enterrar a sus muertos bajo sus casas, es decir, que en el México precolombino no existía propiamente el concepto de cementerio. Era común que a los muertos se les envolviera en un tapete elaborado de petate, un tipo de fibra vegetal que aún es utilizado en algunas partes de México por las comunidades indígenas, y después eran enterrados dentro de sus casas. De ahí que un dicho popular mexicano haga alusión cuando una persona fallece al decir que “ya se petateó”.

Sabemos que los pillis, como ya hemos podido relatar antes, llevaban a cabo extraordinarias ceremonias, más aún si se trataba de los más importantes soberanos, de los cuales conservamos un extenso complejo de ofrendas funerarias en el Templo Mayor de Tenochtitlan, recientemente estudiadas por la arqueóloga Ximena Chávez.

Sabemos que las ceremonias funerarias desarrolladas por medio de la cremación son más específicas del Posclásico, y exponer el cadáver al fuego era una de las prácticas más comunes entre los mexicas. La inhumación directa se llevó a cabo solo en contadas ocasiones…

Cervera, Marco (2008). Breve historia de los aztecas. Madrid: Nowtilus, pp. 281-286.

 

ESJATOLOGÍAS AMAZÓNICAS febrero 7, 2012

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Mehináku

Mehináku

Para los nambikwara, que oscilan entre la vida nómada y la sedentaria, “después de la muerte, las almas de los hombres se encarnan en los jaguares, pero las de las mujeres y las de los niños son llevadas a la atmósfera, donde se disipan para siempre…”[1]

Respecto a los aché, “serán sentimientos o teorías, lo cierto es que al aché muerto no alcanza luego la tranquilidad. Parte de su alma (o una de sus almas, según la percepción) trata de subir al cielo, pero en el camino es amenazada por un jaguar celestial, tal como durante su vida se encontraba frecuentemente con las fieras de la selva. Si con mucha suerte logra llegar al Más Allá en el Cielo, allí es perseguido por un buitre (tal vez el propio ajanve que se mencionó arriba, o sea otra parte del muerto que se devora a sí mismo), en vez de encontrar la paz.

¿Cómo podemos comprender esta ausencia de calma? Tal vez sería un reflejo de la vida de aquellos aché, quienes eran cazadores y colectores no sedentarios hasta de poco tiempo (entre algunas semanas y trece años) antes del contacto con los etnólogos. Su rutina diaria había sido errante, en búsqueda permanente de presas, y también en peligro permanente de encontrarse con bestias feroces, es decir, animales, pero en los años sesenta y setenta, también humanas, cazadores de indios. El peligro de ser comido por un jaguar celestial sería la continuación del peligro de los jaguares terrestres –y mencionemos que a los blancos también se les solía llamar “jaguares”- .

Pero sería demasiado fácil querer explicar la falta de una vida tranquila en el Más Allá de los aché únicamente por el hecho de que no eran sedentarios. El Cielo como teatro de luchas es una imagen bien conocida también entre otros amerindios al este de los Andes. Los araweté y los tupinambá arriba mencionados son horticultores sedentarios desde tiempos inmemoriales. La suerte del araweté muerto es la de ser devorados por seres que pueden ser amables al comienzo, pero luego se vuelven enemigos. La mujer recién muerta es saludada y deseada sexualmente por los hombres muertos quienes la reciben, pero como su carácter suele ser reticente y se niega, y además huele mal, provoca la rabia de los machos rechazados. El hombre muerto es saludado como visitante que traerá objetos nuevos, pero así como antiguamente los brasileños prometían regalos, no los daban y por eso eran atacados y abatidos, el recién llegado al mundo de los muertos provoca, por su avaricia, la guerra de los muertos contra él.

Los kamayurá, parientes de los aché, muy sedentarios también (habitan un pueblo donde se han encontrado vestigios arqueológicos de una ocupación continuada durante siglos), cuando después de muchos peligros logran subir al cielo, allí llevarán una vida de lucha permanente contra los pájaros celestiales hasta que finalmente serán aniquilados por la gran harpía de dos cabezas:

“Allá en el cielo es exactamente como aquí en la tierra (…) Hay guerra también, hu hu huuu [grito de alegría]. Los mamaé [espíritus de los muertos] tienen flechas, son las flechas que colocamos en las tumbas de los muertos. Cuando están colocadas en la tumba, están quebradas. Cuando los mamaé las utilizan allá arriba, están enteras de nuevo. Allá en el cielo es exactamente como acá en la tierra” (señor kamayurá de aproximadamente 45 años en 1968, véase Munzel, 1973a: 279).

La misma idea existe entre los mehináku, vecinos de los kamayurá de otra familia lingüística (aruaque):

“Después de la muerte, continúan luchando las almas de los hombres contra el

Joven mujer mehináku

Joven mujer mehináku

mundo externo a la sociedad, los animales y los papañê [seres sobrenaturales]. Diversas versiones de un mito tratan del combate de estas “sombras” (niewéko) contra los pájaros. Las que pierden, según se ha dicho, son engullidas por la ave sobrenatural y bicéfala Ulaik ínpia y se extinguen pues sin esperanza” (Costa 1986: 256).”

Los canelas del Estado brasileño del Marañón (sedentarios de la familia lingüística jê) no parecen hablar de guerra, sino de una vida de animales cazados, en los cuales los muertos se transforman, para tarde o temprano ser presa humana o perecer de alguna otra forma definitiva (Crocker, 1990:311). De una manera no tan diferente, los espíritus de los muertos wari’ son presa de excursiones de caza de otros espíritus, entre ellos otros antepasados quienes por su lado se transforman en animales y son cazados por los humanos todavía en vida (Conklin, 2001:183). Una idea muy semejante hemos escuchado entre los nadeb del Río Uneiuxi (noroeste de la Amazonía brasileña, cf. Munzel 1973c: 148).

No vamos a multiplicar más los ejemplos. No obstante su gran número, se debe admitir que hay otros, aparentemente contrarios, en los que no se habla de guerra ni de los muertos como presa. Los muertos tupinambá, terminada su vida guerrera, llegaron a un lugar de calma, donde danzaron interminablemente sin que nada les faltara. Y esto parece un ideal sedentario y pacífico, aun si en el camino hacia aquel paraíso había el peligro de pasar por tierras de enemigos (Métraux, 1979:111) que evidentemente aún después de la muerte libraron guerras contra los tupinambá. De los difuntos xikrín, grupo jê en el Estado del Pará, no se menciona matanza, sino únicamente una población que es “como la de los vivientes”, “cazan, plantan, ejecutan rituales” y el lugar está “ausente de fricciones sociales” (Vidal, 1977: 172).”[2]

Los yanomami, cultura nómada amazónica que practica la agricultura de subsistencia, creen en un lugar llamado “el hetu misi, el abdomen de la boa. Es aquí donde se reúnen las almas después de la muerte, en una amplia casa colectiva. Es un lugar donde reina la abundancia: mucha miel, innumerables los frutos silvestres, las manadas de pecaríes se suceden. Cuando muere un yanomami, las almas esperan la suya en el cielo, como si retornara de un viaje o de una visita; un chinchorro de algodón blanco, en ningún caso enrojecido por el onoto, espera al nuevo residente, que se instala con toda naturalidad. Pero ¿por qué el chinchorro debe ser blanco? En razón de que el rojo simboliza el fuego y que un algodón enrojecido recordaría al alma la pira terrenal de donde proviene. El rojo es el color del onoto, y rojo se dice wakë; empleado como clasificador nominal, el mismo morfema contribuye a la formación de palabras que significan fuego (koa wakë) y brasa (koa wakë anamahu). Pero no todas las almas van a ese supuesto paraíso. Por una parte, los yanomami muertos por flechas se unen a un pueblo de hekura [un tipo de espíritus] llamados shirâkôri, quienes viven en las paredes rocosas de las montañas. Por otra parte, las almas de los mezquinos son condenadas a consumirse en un fuego, el shopari wakë donde son definitivamente eliminadas. Con las almas viven varios seres sobrenaturales: Trueno (yâru), Relámpago (yâmirâyoma), de sexo femenino, Rayo (tahirawë), y los dos yernos de Trueno, llamados Watawatariwë y Pájaro León, cuyo canto acompaña al rayo.” [3]


Nota: En español, “escatología” significa dos cosas completamente diferentes: el ‘conjunto de creencias referentes al fin de los tiempos’ (de ésjatos: ‘último’) y también el ‘estudio del excremento’ (de skatós: ‘excremento’). Para los ingleses, nuestro sonido j se escribe como una h o más claramente como una kh, como en Akhenaton (nuestro Ajenatón), Khakasia (Jakasia), Kharkov (Járkov), Khartum (Jartum) o Khuzestan (Juzestán). Sin embargo, el idioma español trasliteró involuntariamente dos fonemas distintos (la k y la kh inglesa) con la misma letra (c), por lo que los dos conceptos distintos quedaron homónimos. Es notable la aclaración que hace el escritor y sacerdote católico Leonardo Castellani:

“Esjatológico: ¿por qué escatológico con jota? Porque así debe ser. Hay dos palabras morfológicamente parecidas en español: “escatológico”, que significa pornográfico —de scatós, término griego que significa ‘excremento’— y “esjatológico”, que significa ‘noticia de lo último’ —de ésjaton, ‘lo último’— las cuales son confundidas hoy día, por descuido o posdescuido o ignorancia o periodismo, incluso en los diccionarios (Espasa, Julio Casares); de modo que risueñamente el apóstol San Juan resulta un escritor ¡pornográfico o excremental! Yo hago buen uso; si el buen uso se restaura, mejor, si no, paciencia. Poco cuidado con nuestra lengua se tiene hoy día.”

Leonardo Castellani, El Apokalypsis de san Juan (pág. 313). Buenos Aires: Dictio, 1977.


[1] Lévi-Strauss, Claude (1970). Tristes trópicos. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires.

[2] Flores Martos, Juan Antonio y Abad González, Luisa (Eds.) Etnografías de la Muerte y las Culturas en América Latina. Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.

[3] Lizot, Jacques (2007). “El mundo intelectual de los yanomami: cosmovisión, enfermedad y muerte con una teoría sobre el canibalismo”. En Freire, G. & Tillett, A. (eds.). Salud indígena en Venezuela. Vol. 1. Caracas: Ministerio de Salud.

 

EL IMPERIO SOCIALISTA DE LOS INCAS febrero 4, 2012

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El imperio de los incas había terminado en el momento culminante en que comenzaba a transformarse con el esbozo de castas sociales, por lo menos las de los militares y sacerdotes. Si Pizarro hubiera aparecido cien años después, el panorama social y económico del imperio habría sido distinto. Quizá los curacas y las castas sociales habrían extralimitado su poder sobre el pueblo. Pero el Tawantinsuyu no sólo vivió una vida brillante, sino que también tuvo una muerte oportuna, en un momento impresionante de su historia, sirviendo de ejemplo a los grandes soñadores socialistas, porque la conquista española lo sorprendió en pleno florecimiento de vida democrática, con justicia social, con pan, techo y vestidos asegurados para la masa del pueblo.

Luis Baudin califica al imperio de los incas como socialista, porque en él se nivelaron las condiciones de la existencia social; se admitió la propiedad individual en una débil medida y a título excepcional; se reglamentó la producción y el consumo por vía de autoridad y se realizó el equilibrio entre la oferta y la demanda por medio de la estadística y no por un mecanismo de precios. El imperio de los incas fue un imperio socialista, no como el de Platón, porque este filósofo no nivela las condiciones de la masa, sino las de la élite. Tampoco con el socialismo de Rusia, pues el país de los sóviet tiene moneda, mercados libres, impuestos, empréstitos y desigual remuneración. Baudin cita una frase de Keyserling , que dice: “El estado bolchevique es un sistema casi irracional, si se le compara con el de los incas”.

El noble afán peruanista del maestro de la Sorbona de catalogar como socialista al imperio de los incas es intensamente rebatido. Por distintos flancos se estudia actualmente la vida incaica, y nuevas luces científicas, en cuanto al método, permiten una mejor apreciación del problema. Pero el error viene solamente cuando se quiere aplicar fórmulas sociales modernas a realidades antiguas. En el Perú, el escritor José Carlos Mariátegui enfocó el problema en forma muy sugestiva, cuando escribió:

“El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo incaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender el hombre de estudio que explora el Tawantinsuyo. Uno y otro comunismo son producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los Incas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquélla, el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta, la naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo. Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza esencial y material de tiempo y espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico .”

No solamente se ha dado una interpretación socialista al Imperio de los Incas, sino también comunista.
Con motivo de la novela de Augusto Aguirre Morales El pueblo del Sol, donde se impugna el comunismo incaico, Mariátegui escribió estas palabras: “La tesis de Aguirre, negando el carácter comunista de la sociedad incaica, descansa íntegramente en un concepto erróneo. Aguirre parte de la idea de que autocracia y comunismo son dos términos inconciliables. El régimen incaico –constata- fue despótico y teocrático, luego –afirma- no fue comunismo. Mas el comunismo no supone, históricamente, libertad individual ni sufragio popular. La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un nuevo orden no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo –otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diverso nombre- es la antítesis del liberalismo, pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones. Aprecia y comprende todo lo que en la idea liberal hay de positivo; condena y ataca sólo lo que en esta idea hay de negativo y temporal”.

Brillante escritor socialista, Mariátegui no había penetrado en la entraña de nuestra historia cuando llamaba incaico al comunismo del antiguo Perú. Pero acertó cuando establecía el relativismo con que hay que apreciar la crítica actual sobre los hechos de un pasado remoto. Ese relativismo se pone de manifiesto aun entre escritores contemporáneos de prestigio. Así, frente a Mariátegui que califica de comunista la organización incaica, puede citarse la opinión de Uriel García, para quien el incanato como régimen político caminaba a pasos gigantescos hacia el feudalismo, después de haber destruido la libertad del pueblo con el ayllu primitivo. Por eso, en cierto modo el virreinato es una prosecución del sistema incaico, con agravantes y formas agudas. Luis Valcárcel dijo también que el virreinato fue un Incario sin Inca.

Tales ideas contradictorias en escritores peruanos de hoy, nos prueban que no ha concluido ni concluirá el interés apasionado del mundo por la interpretación de la organización incaica. No puede caber duda respecto al hecho de que esa organización se aproximó, como ninguna otra en el mundo, al ideal de justicia y bienestar a que aspiran los pueblos de la humanidad actual. Fue una sociedad donde el trabajo era obligatorio, donde se producían alimentos en la mayor proporción posible; donde cada familia natural, como miembro de la familia social o ayllu, tenía derecho a cultivar un lote de tierras suficiente para satisfacer sus necesidades. La previsión social funcionaba, cuando la comunidad tenía el deber de trabajar las tierras de los inválidos, sea por razón de edad avanzada, sexo, enfermedad o incapacidad, o por razón de estar prestando servicios en el ejército. En esa forma se consiguió que no hubiera mendigos ni desocupados, siendo castigada como un delito la ociosidad. Por lo tanto, no había familias demasiado ricas, ni gentes demasiado pobres como en la sociedad actual. El saludo del pueblo incaico: ama suwa, ama llulla, ama quella (no seas ladrón, no seas mentiroso, no seas ocioso), no era un consejo de orden moral al vecino o amigo, sino una expresión que reflejaba el bienestar de una sociedad, donde no cabrían esas calamidades. En la actualidad sería ridículo saludar diciendo: no seas ladrón, cuando reina el hambre y la desocupación y la miseria.

La autoridad del Inca fue paternal. Recogía tributos en productos, pero las pirhuas o depósitos acudían en las épocas de escasez por calamidades climáticas o de otro orden, a cubrir los déficit de producción para el consumo de los ayllus. Por eso, cada marka tenía sus pirhuas o depósitos del tributo, cosa por lo demás realizada en Egipto –según la leyenda de José- con el trigo.

Romero, Emilio (2006). Historia económica del Perú. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

 

LA MONARQUÍA ENTRE LOS ASHANTIS febrero 2, 2012

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Las grandes monarquías africanas figuran entre las formas más interesantes de gobierno primitivo conocidas por la antropología. Han de compararse más bien con la Europa de la Edad Media que con las concepciones comunes del estado primitivo.

Una de las más importantes de esas monarquías es el reino de Ashanti en la Costa de Oro, al oeste de África. Otros, son los reinos de Dahomey, Yoruba y Beni, en el este.

Los principios básicos del gobierno Ashanti son tres:

1.- El principio patriarcal, más bien que el aristocrático.

2.- El principio de que el cargo implica obligaciones, más bien que derechos.

3.- La jerarquía de la lealtad, un concepto feudal, según el cual toda pequeña lealtad es un medio de lograr la lealtad mayor.

Empezaremos por la familia que constituye una unidad social y vive junta en una casa. Agrupadas en grandes conjuntos, cada unidad social está representada por su cabeza en los consejos del poblado y así sucesivamente. La autoridad va hacia arriba en la escala establecida. Solo en casos de emergencia, la decisión de la autoridad puede venir de arriba hacia abajo, a través de los consejos sucesivos, hasta las familias de la base.

En tiempos normales, los jefes regionales pueden actuar solo con el consentimiento de los miembros de sus consejos y éstos, a su vez, deben consultar a quienes los han nombrado, y así sucesivamente, hasta llegar a los individuos miembros de la familia. De este modo, cada Ashanti siente que tiene derecho a participar en el gobierno.

Ashanti estaba dividido en cinco territorios, regido cada uno por un JEFE SUPREMO, guiado por un grupo de ancianos.
El reino tenía la mayor parte de las instituciones de un estado bien organizado: un sistema de recaudación de impuestos, tribunales para administrar las leyes y un ejército. Los casos judiciales eran oídos por un jefe y sus ancianos, siendo posible apelar a una autoridad más alta. El castigo era severo: ejecuciones, mutilaciones y flagelación eran algunas de las penas establecidas.

El ashanti sabía que estaba viviendo bajo un sistema ordenado que le protegía en tanto permaneciese fiel a las costumbres. Sabía que todas las precauciones religiosas y ceremoniales debían ser atendidas y cumplidas puntualmente. Siempre contaba con la poderosa defensa de su ejército. De acusársele de algún delito, podía recurrir a un proceso legal ordenado.

Por supuesto, existían injusticias y explotación, pero esto no era debido a defectos de su organización, sino a las imperfecciones humanas al ponerla en práctica. Dentro de estos límites, el estado ashanti funcionaba bien y realizaba eficazmente su tarea de regular la conducta y asegurar la paz de sus muchos ciudadanos.

EL REY Y EL CONSEJO.- No hay rey, ni gobierno, sin un consejo. Ninguna tribu o nación existe sin él. Hasta el rey más autoritario tiene sus consejeros. En muchos casos no se toma una decisión final si no se logra la unanimidad.
Ni los monarcas africanos actúan, salvo en casos raros, sin la plena aprobación de sus consejos, y éstos no se hallan dispuestos a comparecer sino hasta que los ancianos han pulsado la opinión pública.

La monarquía, como cualquiera otra relación social, se apoya en la reciprocidad. Si el gobernante eminente recibe grandes privilegios sociales, en recompensa ha de rendir servicio al pueblo. Algunos reyes y dictadores pueden ignorar este precepto, pero es difícil ignorar por mucho tiempo el principio que proclama un proverbio balinés. “El que gobierna debe al pueblo toda su fuerza”.

Lewis, John (2007). Antropología simplificada. México: Selector.