Primero debemos decir que para los mexicas la muerte no era propiamente la destrucción de esta vida y el inicio de la verdadera, sino que por el contrario formaba parte de ese equilibrio cósmico y suponía una transformación. Realmente la muerte se concebía como la desintegración y el transporte de las entidades anímicas que se encontraban alojadas en el interior del cuerpo, el cual, evidentemente, también sufría una destrucción, en este caso en la sangre y los tejidos. El teyolía era el alma que residía en el corazón y estaba destinada a viajar al mundo del “premio y castigo”, y la forma de fallecer determinaba el lugar final al que se iba y la forma de enterramiento. Las geografías funerarias, es decir, los lugares a donde iban a residir las almas de los muertos, no estaban determinadas por las características de las vidas, tal como se concibe en el mundo cristiano, sino por la circunstancia en la que se moría. De esta manera, una entidad anímica alojada en el corazón viajaba ya fuera al mundo de los muertos, al cielo del sol o al universo de Tláloc.
Al lugar de los muertos, el Mictlan, llegaban aquellos que perecían por muerte natural. Al sol accedían principalmente los guerreros que morían en el campo de batalla, para servir al astro rey por cuatro años. Esto incluía a un tipo de personajes llamados Cihuateto, mujeres que murieron durante el primer parto y se transformaron en mujeres semidescarnadas que salían por las noches buscando a sus hijos, un antecedente de la famosa Llorona de tiempos coloniales. Supuestamente, su lucha durante el parto era equiparada por los mexica a un campo de batalla, por tanto eran como las mujeres guerreras que ascendían al Sol y se transformaban en este tipo de seres mitológicos.
A los dominios del señor de la lluvia, el Tlaolcan, arribaban todos aquellos que morían por alguna causa acuática o vinculada a ella. En este caso podría tratarse de ahogados, de muertos por un rayo, de leprosos o de hidrópicos.
Existía un último lugar, una especie de limbo al que accedían aquellos niños que morían prácticamente recién nacidos. Era el Chichihualcuauhco, representado por un gran árbol que alimentaba a estos pequeños antes de que les tocara una segunda oportunidad para vivir.
Algunos investigadores sugieren que el alma de los tlatoque estaba fraccionada, ya que una parte de ella podía ascender al Sol como guerrero y otra se dirigía, después de cuatro años, hacia el Mictlan, bajando por los nueve pisos del inframundo, sorteando todo tipo de problemas, entre ellos un viento tan fuerte que cortaría como navajas de obsidiana, y un río en cuyo cruce le acompañaría un perro, que le ayudaría como guía. A este camino para acceder al inframundo se le describe como un lugar muy ancho, oscurísimo, que no tiene luz ni ventanas.
La variedad de dioses de la muerte es amplia. Destacan Acolnahuacatl, Acolmiztli, Chalmécatl, Yoaltecuhtli, Chalmecacíhuatl, pero ninguno como el amo y señor de los muertos antes descrito y del cual tenemos una reciente y especial referencia arqueológica, Mictlantecuhtli, también conocido como Nextepehua.
En muchas ocasiones se narra que los mexicas sufrían varias apariciones durante sus viajes a la siembra o a sus casas, como ver de pronto un fantasma gigante o bien una enana llamada Cuitlapanton.
Las prácticas funerarias mexicas se llevaban a cabo en las dos escalas básicas de la sociedad. Por un lado, los macehualtin tenían la costumbre de enterrar a sus muertos bajo sus casas, es decir, que en el México precolombino no existía propiamente el concepto de cementerio. Era común que a los muertos se les envolviera en un tapete elaborado de petate, un tipo de fibra vegetal que aún es utilizado en algunas partes de México por las comunidades indígenas, y después eran enterrados dentro de sus casas. De ahí que un dicho popular mexicano haga alusión cuando una persona fallece al decir que “ya se petateó”.
Sabemos que los pillis, como ya hemos podido relatar antes, llevaban a cabo extraordinarias ceremonias, más aún si se trataba de los más importantes soberanos, de los cuales conservamos un extenso complejo de ofrendas funerarias en el Templo Mayor de Tenochtitlan, recientemente estudiadas por la arqueóloga Ximena Chávez.
Sabemos que las ceremonias funerarias desarrolladas por medio de la cremación son más específicas del Posclásico, y exponer el cadáver al fuego era una de las prácticas más comunes entre los mexicas. La inhumación directa se llevó a cabo solo en contadas ocasiones…
Cervera, Marco (2008). Breve historia de los aztecas. Madrid: Nowtilus, pp. 281-286.